Martin Luther King podría seguir vivo. Podría estarlo de no haber sido por aquella jodida bala que cruzó el parking del Motel Lorraine hasta el balcón y la garganta de este pastor de la Iglesia bautista que había acudido a Memphis (Tennessee) para apoyar la reivindicación laboral de un grupo de basureros negros locales que cobraban 1 dólar y 70 centavos la hora por recoger la mierda de blancos supremacistas. Su lucha, como la de tantos otros activistas negros, terminó demasiado pronto. En su camino se cruzó el racismo de aquellos que señalaban el color de la piel como un motivo para que los afroamericanos viajaran en la parte trasera del autobús, algo contra lo que Martin Luther King se opuso tendiendo puentes, entre citas de la Biblia, proclamas sociales y arengas de fraternidad, igualdad y hermandad.

    Hoy se cumplen 59 años desde que pronunciara su famoso discurso "I have a dream" en 1963. Quien juzgue la pertinencia de este tipo de días debería reflexionar sobre la importancia (y necesidad) de recordar el legado de figuras como la de Martin Luther King después de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca viniera a confirmar aquello de que Orange is the new black. Y porque Martin Luther King podría seguir vivo. Y seguiría cumpliendo sueños.