A priori, Oprah Winfrey lo tiene todo para convertirse en el producto de marketing con el que los demócratas de Estados Unidos sueñan para echar a Donald Trump de la Casa Blanca. Tiene (de calle) ganado el afecto de la población afroamericana, tan denostada por algunos sectores de la sociedad estadounidense que, entre cuerpos policiales y fanáticos de ultraderecha, se esfuerzan por evocar un racismo todavía imperante a base de pistolas eléctricas y balas perdidas. En un contexto agitado por las proclamas feministas y las denuncias por abusos sexuales, Oprah Winfrey se erige como la premisa valiente y empoderada del establishment americano, manejando como nadie el lenguaje y las herramientas icónicas del mismo medio de comunicación que vio crecer el ego impulsivo de Donald Trump: la televisión.

Durante 25 años y mientras el actual inquilino de la Casa Blanca repartía hostias en el ring de la WWE, Oprah Winfrey se colaba en el interior de los hogares de Estados Unidos con historias que mostraban la podredumbre del sueño americano. Y fue al calor de esos salones con moqueta cuando Ophra volvió a hablar a un micrófono (y a un país entero) y se convirtió, de la noche a la mañana, en posible candidata para ocupar el asiento del Despacho Oval. Su inspirador discurso en la pasada gala de los Globos de Oro despertó del letargo a los huérfanos de referentes políticos, que señalaron a Oprah como la yes we can 2.0, como el futurible demócrata entre rumores y deseos donde la señalada se deja querer y como el pretexto para que Donald Trump saliera al paso de las noticias que especulan con la posibilidad de que dos viejos conocidos vuelvan a verse las caras en un plató de la televisión.

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