Estoy en la librería 8 y medio de Madrid. Calle Martín de los Heros, número 11. Voy por mi segundo capuchino cuando le veo. Rubio, ojos grises, mangas dobladas a lo James Dean. Definitivamente un like, un swipe a la derecha, un 95% hot. Pero esto no es Tinder o Instagram o Badoo o cualquier otra que se le parezca. Aquí no leeré que tiene 30 años, es medio danés, amante de los animales, que con él voy a tener “la cita más alucinante” de mi vida o que su cuenta de Instagram es @sexydanish69. Quizás nadie deba saber eso nunca. Tampoco me preguntará cuánto peso, cuánto mido o si mis fotos son recientes. De hecho, lo podría ver por él mismo… Si levantase la cabeza del Conversaciones íntimas de Ingmar Bergman que tiene entre sus manos.

Pero pensar en todo esto es inútil porque soy demasiado cobarde como para acercarme a él. No, al menos, sin una bebida más fuerte que un café de máquina con azúcar moreno. Y, claro, no sin un acuerdo previo. Una aceptación mutua vía app que me dé algún seguro anti-ridículo. ¿Es así cómo funciona el mundo moderno?

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La red social//Giphy

En un bar, me digo a mí misma mientras meto otro sobre de azúcar en el café, sería diferente. Las chispas del alcohol y el empuje de la música, y quizás incluso alentada por mis también ebrios amigos, me obligarían a actuar. A hacer la curva lenta, como Ethan en Lizzie McGuire. ¿Y lo haría? No la curva lenta, sino llevar la iniciativa en un bar. Pensémoslo bien. ¿Por qué me iba a arriesgar? ¿Por qué iba a estar a expensas de tener un lío esta noche en la que me encuentro eufórica, por qué dejarlo en manos del destino o las circunstancias o mi valentía fluctuante, cuando puedo pisar la discoteca con un ligue ya bajo el brazo? Lo que se dice venir ligada de casa. Ese parece ser el modus operandi de hoy día, y no nos engañemos: es cómodo. Jodidamente cómodo. Y es que así somos. Comodones. ¿No era ese el objetivo de la tecnología?

Las comedias románticas nos mintieron: Ryan Gosling no existe fuera del bar de Crazy, stupid, love, porque, en realidad, todos somos como Emma Stone al principio del filme: incapaces de arriesgar, conformándonos con lo que tenemos a nuestro alrededor, en nuestro trabajo o nuestro círculo de amigos, incapaces de conocer a nadie más allá, de poner en práctica nuestras habilidades sociales y arriesgar. ¡El riesgo! Ahí está la clave. Somos una sociedad que va a lo seguro. Comodones. Así somos. Y las únicas personas que se acercan hoy día en los bares son los que quieres lo más lejos posible. Para fiarte.

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Chicas Malas//Giphy

Atendiendo a esto, las apps para ligar parecen algo muy oportuno. Incluso necesario. Para eso nació la tecnología: no para que nosotros nos adaptemos al mundo, sino para que el mundo se adapte a nosotros. Incluidos nuestros hábitos sociales. Pero no todo es tan bonito cómo parece. Ese grácil movimiento de dedo hacia la izquierda o la derecha no es algo inocente y sin consecuencias. Es una constatación de que hoy más que nunca somos imágenes, perfiles y postureo. Somos lo que somos en Instagram, y fuera de ello nos encontramos desnudos.

No hace mucho, HBO estrenó en su catálogo el documental Ligar en internet, en el que la periodista y escritora Nancy Jo Sales analiza desde múltiples perspectivas el fenómeno de las apps de citas. Y, bueno, algunas de sus conclusiones son escalofriantes (*pretends to be shocked*). Empresas como Tinder representan la invasión del capitalismo en nuestras relaciones personales, en las que han instaurado un sistema más simple y estereotipado. Un sistema donde la imagen es lo más importante, donde se venden personas como productos de supermercado y se les despoja de toda su humanidad. Suena dramático, pero es que lo es: fomenta el uso de géneros binarios, convierte el ligue en un juego de consola (¿todavía no dan algún premio cuando llegas a los 100 matches?) y nos etiqueta, como en las webs porno, cual ganado. Nos aisla de las personas. Nos pone lejos, muy lejos, de lo que las relaciones entre las personas (P-E-R-S-O-N-A-S) deberían ser.

Tinder nos ha quitado la empatía. Al menos antes éramos una conversación en la barra de un bar. Éramos un juego de miradas o un “¿tienes fuego?”. Ahora sólo somos perfiles a los que dar like (o no) de forma compulsiva. La misma Jo Sales bautizaba al fenómeno como “el apocalipsis de las citas” en un reportaje para Vanity Fair hace tres años, y en su primera frase ya reconocemos una realidad que, en todo este tiempo, se ha hecho más y más habitual: “Es una noche agradable en Manhattan, y en el bar Scout todo el mundo está en Tinder”. O Whatsapp, o Instagram, o Twitter. Para algunos de sus entrevistados, el ‘online dating’ es “una validación de nuestro atractivo simplemente deslizando el pulgar en una aplicación” y ha convertido el sexo en algo fácil. "Puedo conectarme a mi teléfono ahora y sin duda encontraré a alguien con quien pueda tener relaciones sexuales esta noche, probablemente antes de medianoche", le cuenta un ejecutivo de marketing neoyorquino de 26 años.

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Joe Raedle//Getty Images

Y seguro que lees todo esto pensando: vale, ¿y cuándo llega la parte en que nos iluminas sobre cómo cambiar esta situación? Spoiler: no se puede. Así es el mundo en el que vivimos, y no se puede luchar contra él. Esto no es necesariamente malo. Las apps de citas sí tienen consecuencias positivas. No me cabe duda que ya has escuchado varias veces la frase “se conocieron en Tinder y ahora están casados”. Cosas que pasan. ¿O leyendas urbanas? Lo cierto es que estas plataformas te ayudan a salir de tu círculo, a conocer gente cuando estás en un lugar desconocido o a tener de vez en cuando un lío de una noche (sí, el sexo ahora es más fácil, y damos gracias por ello). No siempre tiene que acabar en boda, como las telenovelas.

La clave, como todo, está en saber usarlo con responsabilidad. Con humanidad. Perpetúa esa veneración por la imagen y la belleza, pero la capacidad de decisión (no sólo sobre el swipe, sino también la conversación y llevarlo a la vida real) la tenemos intacta. Malo sería. Ahora bien, por muy interesante que sea Bergman, siempre echa un ojo a tu alrededor. Nunca sabes cuándo puedes tener uno de esos encuentros añejos, demodé, únicos.

Esos en los que hay que arriesgar más y cliquear menos.

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