El cine se ha encargado de demostrar que son un complemento indispensable para crear una imagen de poder. Para imprimir carácter, para infundir miedo, para demostrar poderío. Junto a los sombreros Borsalino, las pistolas semiautomáticas sujetas al cinturón y la mirada intensa, burlona y siempre desafiante, un impresionante cochazo debe redondear la apariencia del más peligroso de los gángsteres. Y eso lo plasman las películas, los relatos más o menos inventados, pero, ¿qué coches utilizaban los mafiosos y los delincuentes auténticos, los que de verdad centraban las investigaciones policiales y peleaban por acabar con sus enemigos? Al Capone, Bonnie y Clyde, Pablo Escobar… Nos colamos en los garajes de los capos y ladrones más famosos de la historia.


Enoch ‘Nucky’ Johnson y su Rolls Royce

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Controlaba la que por entonces, a principios del siglo XX, era la capital del juego internacional, Atlantic City. Llamada ‘El Patio de Recreo del Mundo’, fue catapultada a la fama por ser uno de los núcleos que eludió la Ley Seca entre 1919 y 1933. Todo gracias a él, a Enoch ‘Nucky’ Johnson, que paseaba por sus dominios a bordo de un Roll Royce, el Silver Ghost, valorado en 14.000 dólares. Era el coche que le esperaba en la puerta de su ‘casa’, el noveno piso del hotel Ritz-Carlton de la ciudad.


Al Capone y su pasión por los Cadillac

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En la tarjeta de visita de este mafioso descendiente de italianos, Al Scarface Capone se presentaba como vendedor de antigüedades, pero en realidad se ganó el título de capo del crimen más temido del Chicago de los años 20 y 30. Poco podía imaginar en su modesta casa de Brooklyn, donde vivía con sus padres Gabriele y Teresina –él, barbero; ella, costurera– que un día llegaría a tener el dinero suficiente para comprarse un Cadillac Town Sedán de 1928. ¿Por su línea elegante, por su comodidad? Quizá también. Pero Capone entendía a su coche como un arma más: sirenas, luces ocultas, una radio de la policía, blindaje de acero de 1.300 kilos, cristales de 2,5 centímetros a prueba de balas y un motor V8 de 110 cv, siempre presto a acelerar para evitar a policías y a enemigos.

Seguro que tampoco imaginó que su Cadillac serviría como coche oficinal para el presidente Roosevelt, que lo rescató de los depósitos del Departamento del Tesoro estadounidense en 1941 para hacer otro viaje histórico: el que le llevaría al Congreso para solicitar el Estado de Guerra y comenzar su lucha contra los japoneses en la Segunda Guerra Mundial.


Bonnie, Clyde y su Ford Model V8

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¿Cómo unos ladrones pudieron apostar por un coche tan lujoso? Primero, porque fue el primer V8 relativamente económico del mercado. Segundo porque la pareja de ladrones más famosa de la historia, Bonnie y Clyde, vio en él una apuesta segura: este Ford de 1932 alcanzaba con facilidad los 130 kilómetros por hora, una velocidad inusitada para la época que les permitía escapar tras sus saqueos. Y, tercero, porque seguro que lo robaron, factor que facilita su adquisición.

Lo cierto es que el V8 se convirtió en su gran herramienta de trabajo. Tanto es así que Clyde llegó a escribir una carta de agradecimiento al mismo Henry Ford, en la que le aseguraba: “Mientras tenga aire en mis pulmones, le seguiré agradeciendo el coche tan genial que usted ha fabricado”. No obstante, el Ford cambiaría su papel facilitador de huídas por el de féretro, ya que la pareja de ladrones murió acribillada por la policía en su interior.


Bruce Reynolds y su Ford Lotus Cortina

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Reynolds firmó el que está considerado como el robo más espectacular del siglo XX, el asalto al tren de Glasgow. Era la madrugada del 8 de agosto de 1963. Un grupo de 17 delincuentes se proponían dar el golpe definitivo, el mayor robo a un ferrocarril británico de la historia. La ejecución fue limpia y milimétrica: la banda, con Reynolds a la cabeza, se hizo con un botín valorado en alrededor de 47 millones de euros. Y, ¿qué papel jugó el flamante Ford Lotus Cortina del cerebro de la banda? Este lo utilizó para esconder el equivalente a unos 6 millones.


Pablo Escobar y su Blue Wartburg

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Fue el primer coche que Pablo Escobar se compró con el dinero del tráfico de drogas. Cuando iniciaba la construcción de su imperio. Y a él le seguirían muchos más, hoy expuestos en la que era su Hacienda Nápoles –una mansión en Antioquía, símbolo del éxito del Cartel de Medellín–, como un modesto Renault 4, con el que realizó sus primeros viajes a Ecuador, o alguno de los Toyota Land Cruiser que compró para sus acólitos para poder hacerse con cualquier terreno escarpado de Colombia.

Coches robustos, contundentes. Elegantes o prácticos. Y todos preparados para delinquir y para imbuir a su propietario de un halo de misterio y de poder con el que acojonar –porque todos estos hombres acojonaban, sin paliativos– a cualquier enemigo dispuesto a batirse en duelo.