Suena a las 7:30 y ya es una tortura. El despertador nos hace cada mañana, sin misericordia, su regalo envenenado en forma de microinfarto. Y dile que no. Nada más sonar –atronar–, a la ducha, al café y al coche. Y a currar. Una rutina compartida por cientos de miles de personas que ahora algunos se proponen mejorar de una forma que, a priori, despierta cierto escepticismo. El psicólogo Josh Davis, director de investigación del Neuroleadership Institute, se ha propuesto reventar los usos y costumbres habituales estableciendo una nueva hora ideal para despertarse. Y ahora viene el trauma. Davis fija esa hora en las 4 de la mañana. Las 4. De la mañana.

Afirma que su propuesta está contrastada. Que muchos altos ejecutivos, nada sospechosos de no saber liderar sus equipos, entienden que madrugar hasta límites insospechados supone emprender el camino directo hacia el éxito. El director ejecutivo de Apple, Tim Cook, o el de Starbucks, Howard Schultz, son dos claros ejemplos. Josh Davis, promotor del cambio de concepto, expone sus conclusiones en un artículo para The Wall Street Journal, poniendo en valor la falta de estímulos y distracciones que perturban la paz a esas horas tan tempranas: “Nadie te escribe al correo ni te llama por teléfono, y nadie publica en las redes sociales. Levantándose a las 4 de la mañana quedan prácticamente eliminadas las tentaciones”, explica.

Y varios estudios refuerzan su opinión. El doctor de la universidad canadiense de Saskatchewan Jeffrey J. McDonnell constató en una investigación que las primeras horas del día son, sin duda, más de mayor productividad. En la misma línea, el psicólogo Dan Ariely, catedrático de la Universidad de Duke, en Estados Unidos, cerró todavía más el foco hablando de las dos horas siguientes a despertar como las más aptas para trabajar con eficacia. ¿Los motivos? Similares a los que expone Davis: ninguna distracción, soledad y recogimiento y, además, altos niveles de frescura mental que favorecen la concentración.


Otro punto de vista

“La búsqueda de la tranquilidad es una forma de enfocar el problema. Pero quizá haya que pensar que, quizá, existe una mala organización de la carga laboral y de los espacios que requerimos para determinadas tareas”. Es la conclusión de la psicóloga organizacional del Grupo PGD Miriam González Pablo, que propone cambiar el punto de vista: “Tal vez, si realmente necesito esa abstracción, tenga que pensar si mi estructura laboral, la situación psicosocial y ergonómica de mi trabajo, es realmente la correcta”.

Ella apuesta, más bien, por promover una cultura organizacional alternativa. Que se establezcan espacios libres de distracciones para que el trabajador pueda desarrollar sus tareas sin ninguna interrupción, por ejemplo. “También es cierto que el presentismo está dejando de ser necesario, y que podemos empezar a adecuar el horario de trabajo en función de las cargas. Ese sería el mejor camino”, confirma.

Porque, de lo contrario, se estará poniendo en peligro a la conciliación de la vida laboral y familiar. Y también el bienestar general: “Madrugando tanto pero manteniendo después el resto de actividades nos predispondremos a alcanzar mayores cotas de estrés. Quitarse horas de sueño para rendir más parece un camino peligroso”, explica.

Porque el descanso es salud y supervivencia. Cada uno tiene unos ritmos circadianos diferentes, y resulta fundamental mantener unos patrones de desconexión correctos para no caer en males mayores. Por eso, nada es categórico: “Quizá a algunos les sirva, en vista de los buenos resultados, pero esta no es una medida extrapolable a todo el mundo”, afirma González Pablo.


Entonces, cada uno a su marcha

El psicólogo Dan Ariely establece también una división entre dos perfiles, a los que llama ‘búhos’ y ‘alondras’, haciendo referencia precisamente a esa disparidad de hábitos y rutinas. Porque muchos prefieren trabajar por la noche y no sólo por comodidad sino porque, realmente, son mucho más productivos a las últimas horas del día. Y otros alcanzan mayores cotas de concentración y eficiencia nada más levantarse, cuando su cerebro todavía no se ha ocupado de ningún asunto después de despertar.

La clave está en adaptarse a lo que el cuerpo demanda y tratar de establecer unos horarios en torno a esas necesidades. No hay nada universal, y puede que uno mismo pueda poner coto a los estímulos externos en forma de mails o WhatsApps sin necesidad de levantarse cuando –casi– no ha pasado ni el camión de la basura. Pero tal vez los beneficios de madrugar hasta límites insospechados sean la explicación a una estampa cada vez más habitual: la de docenas de luces encendidas en los grandes edificios de oficinas de las ciudades. Josh Davis estará orgulloso. Los oficinistas, quizá, muertos de sueño. Pero tal vez haya que probar.